Agricultura 4.0

Agricultura 4.0: LA TECNOCIENCIA AL ASALTO DE LO VIVO

En los últimos años, una nueva etapa en la industrialización de la agricultura está tomando forma: el desarrollo de la biotecnología, la promoción de la agricultura industrial, la carne artificial, la aceleración de la robótica, etc. Se trata de la agricultura “4.0”, la que quiere acompañar la cuarta fase del desarrollo de internet, el Internet de las cosas: las máquinas y los productos de la industria son cada vez más capaces de comunicarse entre sí. En el ámbito de la agricultura, se prevé instalar sensores por todas partes en las explotaciones, utilizar programas informáticos y algoritmos de inteligencia artificial para automatizar un conjunto de tareas (alimentación y cuidado de los animales, por ejemplo), utilizar drones para sembrar y pulverizar productos fitosanitarios o evaluar el estado del suelo y sus necesidades de abono, pilotar tractores a distancia con ayuda de satélites. Todo ello coincide plenamente con la actual orientación general del mercado: acelerar el desarrollo tecnológico, a ser posible a nombre de la ecología.

La contradicción es total, la impostura inmensa. La dependencia hacia el complejo agroindustrial de los agricultores que se lancen en esta dirección es probable que aumente aún más: no contentos con estar atenazados por los bancos, los gigantes de la química y las semillas, los fabricantes de maquinaria, los mastodontes del agronegocio y la distribución, pronto se verían frenados ante todo por los magnates digitales (Google, Amazon, Microsoft, o Alí Babá y Huawei…) y la miríada de actores capitalistas menores que gravitan en su órbita.

La neolengua de ingenieros y publicistas alcanza el colmo de la falsedad cuando exhibe ganancias de autonomía a los agricultores que recurren a vehículos y máquinas “autónomos”. La pérdida de conocimientos provocada por las etapas anteriores de la industrialización, por el contrario, se perfecciona mediante el uso de ordenadores y sus sistemas expertos “en todos los rincones del campo”: se anima a los agricultores a delegar todo el cuidado de su (cada vez más numeroso ) ganado; se entrena a los cultivadores para que dejen de confiar en sus propios reflejos, basados en el tacto, la vista, el “sentir”, confiando a los automatismos casi todos sus análisis de las condiciones de la tierra, el cielo y los demás elementos que intervienen en sus cultivos. A la pérdida de inteligencia sensorial que mecánicamente se deriva de ello se añade la pérdida de sabor de las verduras, frutas y quesos así producidos.

La huida hacia adelante en potencia y miniaturización continuará la disminución del número de agricultores y la concentración de tierras. Por supuesto, en un país como el nuestro, no queda mucho por eliminar: partiendo de 400.000 agricultores, ¡la robótica no podrá eliminar millones! Sin embargo, la hemorragia podría sufrir una aceleración significativa en algunos países del Sur que han conocido poco o nada las etapas anteriores de la industrialización: la introducción de las tecnologías “4.0” podría ser (en determinadas condiciones) el punto de partida de una modernización cuyas consecuencias son tan desconocidas como explosivas, social y culturalmente.

La agricultura de “precisión” es una apuesta duradera en la destrucción continua de los medios de vida, en todas las partes del mundo. Su pretensión ecológica es una monstruosa mentira, basada en la semi-invisibilidad social, en Occidente, del expolio que supone la fabricación y el funcionamiento de los aparatos informatizados. Admitamos que la robótica agrícola permita un cierto ahorro de pesticidas, abonos, antibióticos, agua y petróleo en las labores agrícolas, lo cual es totalmente hipotético en teoría y puede resultar falso en la práctica. En cualquier caso, este progreso muy parcial se pagaría con un crecimiento vertiginoso de la producción de artefactos electrónicos, así como del consumo de electricidad necesario para su fabricación, circulación y almacenamiento. Ahora bien, numerosos informes e investigaciones importantes publicados en los últimos años nos proporcionan todos los elementos para comprender que el desarrollo acelerado de la industria digital –a menudo justificado mediante la quimera de la “transición ecológica”- es insostenible. Tanto es así que algunos afirman que lo digital estará en el centro de la catástrofe ecológica.

Es la fabricación de equipos informáticos la que tiene el mayor impacto ecológico, en términos de energía, agua y metales. El crecimiento de lo digital es un factor central del actual boom minero, que hace afirmar a Anna Bednik que estamos a punto de extraer más metales de la corteza terrestre en una generación que en toda la historia de la humanidad. Microprocesadores, pantallas táctiles, chips RFID y baterías demandan cantidades faraónicas de oro, cobre, wolframio, litio y “tierras raras” (neodimio, itrio, cerio, germanio…). Ahora bien, la industria minera es terriblemente contaminante y consume mucha energía.

Contrariamente a su nombre, las tierras raras no son tan raras como difíciles de extraer. (…) La separación y refinado de estos elementos, que se aglomeran de forma natural con otros minerales, a menudo radioactivos, implica una larga serie de procesos que requieren grandes cantidades de energía y productos químicos: varias etapas de trituración, ataque ácido, cloración, extracción con disolventes, precipitación selectiva y disolución. (…) almacenados cerca de los pozos mineros, los estériles, esos inmensos volúmenes de roca extraídos para acceder a las zonas con mayor concentración de minerales, generan a menudo vertidos sulfurosos que drenan los metales pesados contenidos en las rocas y provocan su migración a los cursos de agua. (…) La cantidad de energía necesaria para extraer, triturar, procesar y refinar los metales representaría entre el 8% y el 10% de la energía total consumida en el mundo, lo que convierte a la industria minera en uno de los principales responsables del calentamiento global.

Además, la contribución de la tecnología digital al efecto invernadero a través de la producción de electricidad –que conlleva su uso diario- no deja de crecer. Todos los equipos digitales consumían entre el 10 y el 15% de la electricidad mundial a finales de la década de 2010. Este consumo se duplica cada cuatro años, lo que podría situar la cuota de lo digital en el 50% de la electricidad mundial en 2030(¡!), es decir, una cantidad equivalente a lo que la humanidad consumía en total en 2008, hace apenas trece años.

Estas vertiginosas proyecciones se ven en parte iluminadas por las estimaciones contenidas en varios estudios recientes, sobre la potencia eléctrica requerida por un centro de datos (equivalente a la de una ciudad de 50.000 habitantes), los 10.000 millones de correos electrónicos enviados cada hora en el mundo (equivalentes a la producción horaria de 15 centrales nucleares, o a 4.000 viajes de ida y vuelta de parís a Nueva York en avión), los 140.000 millones de búsquedas en Google cada hora, etc.

El monstruo mecánico de la agricultura industrial ya ha confiscado la tierra a los campesinos y agricultores del Norte. Pero, con la robotización, confisca y saquea la tierra en todas partes del planeta, a expensas de los campesinos, de los últimos recolectores-cazadores y de todos los humanos que quisieran hacer un uso más cooperativo y perenne de ella.

Este repaso a las repercusiones medioambientales de la extracción de metales raros nos obliga de repente a mirar con más escepticismo el proceso de fabricación de las tecnologías verdes. Incluso antes de ser utilizados, un panel solar, una turbina eólica, un coche eléctrico o una lámpara de bajo consumo llevan consigo el pecado original de su mal balance energético y medioambiental. (…) Queriendo emanciparnos de los combustibles fósiles, a caballo entre un mundo viejo y un mundo nuevo, en realidad nos hundimos en una nueva dependencia aún mas fuerte. (…) La transición energética y digital devastará el medio ambiente a una escala sin precedentes. En última instancia, sus esfuerzos y el peaje que supondrá para la Tierra forjar esta nueva civilización son tan considerables que ni siquiera estoy seguro de que puedan hacerlo.

Estamos convencidos de que las elecciones operadas en el modo de producción (principalmente en la relación con las herramientas y el capital) definen la calidad de las relaciones sociales en las que producimos y comemos. Estas elecciones repercuten en el acceso a los alimentos y en el sentimiento que acompaña a las crecientes desigualdades en esta dirección. Del mismo modo que debemos preguntarnos qué alimentos queremos, debemos preguntarnos qué maquinas queremos. Porque la herramienta que utilizamos, nuestra capacidad para repararla o adaptarla, determina el modelo agrícola en el que trabajamos y de cuyos productos nos alimentamos: lo sabemos, las máquinas (sobre)potentes y caras impulsan la creación de parcelas más grandes, raramente compatibles con la agricultura campesina. Afirmamos nuestra voluntad de luchar contra “las tecnologías que socavan nuestras capacidades de producción alimentaria”. No habrá autonomía alimentaria sin autonomía técnica.

Queremos creer que la emergencia de las tecnologías llamadas “4.0” (“la agricultura conectada”) es uno de los umbrales que pueden provocar una reacción consecuente en la sociedad. Soñamos con una respuesta a esta ofensiva robótica (drones, tractores guiados por satélite, algoritmos de control en los almacenes…) que sea al menos digna de la que estalló, para asombro de los tecnócratas, contra los transgénicos hace veinticinco años. Investigar, desacreditar, sabotear: ¿quién quiere luchar con nosotros contra los robots en la década de 2030? ¿Quién quiere denunciar la investigación realizada en los laboratorios del INRA (y por una plétora de start-ups) y los prototipos que allí se fabrican, dado su seguro impacto social y ecológico? ¿Quién quiere sabotear los grandes eventos del complejo agroindustrial en los que se celebran y transfiguran estas innovaciones para garantizar su adopción por parte de los representantes de la industria y otros “líderes de opinión”? ¿Quién quiere entrar en conflicto con las gigantescas (y no tan gigantes…) explotaciones que ya las han comprado o con los traficantes que distribuyen estas drogas industriales? Hago un llamamiento a los colibríes (Les Colibris: Inspirado por el pensador y militante de la agroecología Pierre Rabhi, este movimiento que pregona la creación de una “sociedad de sobriedad feliz” se desarrolla en Francia desde hace unos años y multiplica las iniciativas) de todos los países: cada uno tendrá que poner de su parte para apagar el incendio electromágnético, y así tener una pequeña posibilidad de frenar la caída de 400.000 a 200.000 agricultores, prevista (para Francia) gracias a estas maravillas tecnológicas.

La referencia a la lucha contra los OMG es ineludible. Fué una décadad decisiva en la lucha contra la artificialización de lo vivo, una larga campaña que unió a los ciudadanos con la resistencia campesina. El 7 de junio de 1997, varios centenares de militantes anti-OMG y de la Confederation paysanne destruyeron un campo de colza transgénica en Saint-Georges-d`Espéranche. El 8 de enero de 1998, José Bové, René Riesel y otros miembros de la Confederation Paysanne entraron en un almacén de la empresa Novartis en Nérac para mezclar semillas de maíz transgénico con semillas convencionales. A continuación, el 2 de junio de 1999, unos 200 militantes destruyeron un campo de colza transgénica, cultivo experimental desarrollado por el INRA y el CETIOM (Centre Technique Interprofessionnel des Oléagineux Métropolitains) de Montpellier. Estas dos acciones constituyen el punto culminante de la resistencia mediante la acción directa, ya que en ese momento se identifica claramente la connivencia del complejo agroindustrial con la investigación estatal, se revela claramente a los ojos de todos el impacto mortífero de la tecnociencia sobre la agricultura y la alimentación, se ataca claramente su infraestructura para detener su avance.

En los años siguientes se produjeron decenas de siegas de campos transgénicos en distintos territorios, seguidas de otros tantos juicios que intensificaron la represión desde 2001, cuando se dictaron las primeras sentencias de cárcel para los “segadores”, hasta 2005-2006. Es muy probable que la persistente preocupación por el control de las semillas o los pesticidas en una parte de la opinión pública provenga de esta batalla, y quizá también de la mala conciencia, que aflora desde principios de siglo, sobre el sacrificio de los campesinos en la sociedad de la abundancia, un problema que (casi) nadie percibía antes.

La guerra de los OMG no supuso una victoria total y definitiva de la oposición, sino sólo un estancamiento de los promotores de la agricultura transgénica, que tuvieron que devanarse los sesos para sortear, en el tiempo y en el espacio, la desconfianza generalizada de los ciudadanos-consumidores europeos. Dado que la alimentación del ganado francés (o europeo) se compone en gran parte de soja transgénica sudamericana; dado que consumimos tantos productos procedentes de todo el mundo, la prohibición del cultivo de OMG en Europa tiene muy poco impacto: ya todos comemos OMG de forma habitual. Y las estratagemas industriales para reintroducir cuanto antes los OMG en los campos franceses, sin declararlo abiertamente, han sido tan poderosas como astutas, gracias a las lagunas o los vacíos de la reglamentación. Es el caso de las manipulaciones necesarias para la adquisición forzada de la esterilidad masculina citoplasmática (variedades vegetales CMS), o más recientemente de la mutagénesis (mutación genética obtenida por exposición a moléculas sintéticas) que permite la aparición de variedades artificiales, en particular resistentes a los herbicidas. Un OMG oculto o de última generación sigue siendo un OMG.

La otra gran limitación de la batalla contra los OMG es que la conciencia de lo que estaba en juego con el avance de las tecnologías transgénicas era sensible, pero limitada. Ni el bricolaje genético en su conjunto ni la industrialización de la agricultura se convirtieron en cuestiones políticas centrales, en la medida de su gravedad. El “punto caliente” de 1999, con su claro ataque contra la tecnoestructura en marcha, ya no será alcanzado, y las reivindicaciones ya no serán asumidas, ni su relevancia comprendida, por todos los protagonistas. Es siempre el problema de las batallas contra las novedades aparentemente radicales: no se sabe si hacer hincapié en la ruptura que introducen o, por el contrario, insistir en la continuidad que presentan con las trayectorias tecnologico-políticas a largo plazo. Así, la batalla contra los OMG en torno al año 2000 fue para algunos la ocasión de comprender el sentido profundo de la técnica de hibridación que se remonta (para el maíz) a los años veinte: un farol científico, que incitó a los agricultores a devaluar sus semillas de granja y a comprar cada año las producidas por proveedores, primero públicos y luego privados, aunque estas últimas no sean más híbridas que las primeras.

Las semillas híbridas prefiguraron profundamente los OMG en sus consecuencias sociales (desposesión) y ecológicas (estandarización genética). Contra lo que había que luchar era contra todo el proceso de industrialización bajo la égida de la Gran Ciencia, que dura ya un siglo. Del mismo modo, una lucha seria contra la agricultura 4.0 no puede ignorar el hecho de que la deshumanización ya está en marcha, antes de la etapa final de los algoritmos, los drones y la 5G. No es sólo contra la tecnoescalada frenética de la era Google contra lo que hay que moverse, sino por una tecnoescalada que abarca varias décadas. Las acciones contra los dispositivos conectados de última generación o contra las empresas que desarrollan las últimas aplicaciones agrícolas para smartphones serían sin duda útiles por derecho propio, pero tendrían pleno sentido en la medida en que fueran también una oportunidad para denunciar los robots de ordeño que se remontan a los años noventa, los robots de distribución de alimentos para animales que datan de los años 80, o los robots Hércules de los años 2000, que permiten evacuar fácilmente las decenas de cadáveres de cerdas prematuramente muertas en las explotaciones industriales “fuera de granja”. Los tractores y otras herramientas autopropulsadas son desde hace tiempo monstruosamente grandes y rápidos, y simbolizan por sí solos el despilfarro generalizado del modelo intensivo.

Otro paralelismo hiperconectado: criticar la escalada de la transición “forzada” al 5G no sirve de nada si no se cuestiona también la transición al 4G y a la fibra óptica. Sin un trabajo critico sobre lo que ya se ha adoptado en gran medida, la posibilidad de poner freno a las innovaciones del momento y a los procesos que éstas coronan (provisionalmente) es casi nula. Se trata de un movimiento inverso que debe poder iniciarse en la sociedad en general, y en la agricultura en particular. Mientras a un agricultor le parezca tan natural como a cualquier otra persona el delegar todos los aspectos de su vida en un smartphone, también lo utilizará para gestionar su ganado, el riego o los tratamientos fitosanitarios. Está claro que la batalla contra el 5G como la batalla contra la robótica agrícola son culturales y políticas. Plantean cuestiones de poder, pero sobre todo de modos de vida, del contenido del trabajo, de la manera de experimentar los objetos y los seres que nos rodean.

Esperamos encontrar aliados en la galaxia anti5G surgida en los últimos años para lanzar una campaña específica contra las tecnologías (de mañana y de ayer) que refuerzan día a día el modelo intensivo; pero también encontrarlo dentro del movimiento por la agricultura campesina, a pesar de su limitado apetito por la crítica de las tecnologías, especialmente las digitales (y la creencia predominante de que la agricultura industrial puede disolverse sin pasar por conflictos sociales significativos).

Lo único que tenemos que hacer es pasar de un movimiento colibrí mayoritariamente digital a una ofensiva que apunte a una desescalada tecnológica masiva, es decir, que contribuya a una transformación social indispensable y no a una tecnología alternativa…

Las granjas digitales ya se encuentran en la fase de prueba final.

Todo lo que tenemos que hacer es unirnos, levantarnos, recuperar la tierra a las máquinas.

Atelier Paysan

Extraído de la revista libertaria “Ekintza Zuzena Nº50”

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